No crecí rodeado de cámaras ni en un mundo atravesado por la imagen. Mi padre había sido fotógrafo aficionado en su juventud, pero en mi niñez la fotografía era apenas un eco lejano, una curiosidad sin demasiado peso. Recuerdo, eso sí, haber disparado alguna vez una camarita 110, aunque entonces no imaginaba que ese gesto mínimo sería el inicio de un camino.
Al terminar el secundario no sabía hacia dónde ir. Probé con Ciencia Política, luego con Abogacía, y durante un tiempo creí que ese era mi destino. Hasta que, una noche cualquiera, un sueño cambió todo: soñé que salía a la calle con una cámara, fotografiando el mundo con una naturalidad que jamás había sentido. No recuerdo los detalles de aquellas imágenes oníricas, pero sí la sensación profunda de estar en el lugar correcto, haciendo lo que debía hacer.
Al despertar, tomé la cámara digital que usaba en las vacaciones y repetí, paso a paso, lo que había soñado. Y ocurrió: la misma plenitud, la misma certeza. Supe entonces que ese instante marcaría un antes y un después. Dejé la carrera de abogacía y elegí seguir el llamado de la fotografía.
Desde entonces, la imagen se convirtió en mi forma de comprender y habitar el mundo. Me formé en el ISEC como fotógrafo profesional, espacio en el que hoy también soy docente. Paralelamente, trabajo como editor de imágenes para las editoriales Estrada, Puerto de Palos y Macmillan.
Cada fotografía que hago nace de aquel mismo impulso que me despertó en un sueño: la intuición como brújula y la certeza de que mirar también es una forma de pensar.
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