A veces, las imágenes nacen antes que el pensamiento, como si los ojos y las manos compartieran un secreto silencioso. En la fotografía callejera, el disparador se convierte en un reflejo instintivo que captura lo cotidiano sin plan ni premeditación.
Estas imágenes son huellas de impulsos, fragmentos de un mundo que existe en el borde entre lo fugaz y lo eterno.
El acto de fotografiar se convierte entonces en una extensión del ser, un movimiento reflejo que nos conecta con el pulso invisible de la ciudad, con la respiración misma de quienes la habitan.
Estas imágenes son huellas de impulsos, fragmentos de un mundo que existe en el borde entre lo fugaz y lo eterno.
El acto de fotografiar se convierte entonces en una extensión del ser, un movimiento reflejo que nos conecta con el pulso invisible de la ciudad, con la respiración misma de quienes la habitan.