Dicen que hay viajes que comienzan mucho antes de que uno ponga un pie en el camino. Que su semilla se planta en un instante aparentemente trivial y, silenciosa, espera años hasta florecer. El mío comenzó en un aula cualquiera, a principios de 2004, cuando un nuevo compañero —venido desde un rincón remoto de Neuquén llamado Loncopué— decidió sentarse a mi lado.
Nos unió la música, esa fuerza antigua que enlaza a quienes aún no saben que están destinados a encontrarse: yo escuchaba rock progresivo y él, metal.
En una época en la que internet era apenas una promesa, compartíamos CDs grabados como si fueran talismanes, y en uno de ellos escuché por primera vez a Six Magics.
Sus canciones hablaban de un territorio donde el mundo visible se disuelve y da paso a lo imposible: una isla llamada Chiloé, hogar de criaturas que caminan entre lo humano y lo divino —el Trauco, sembrador de deseos; la Pincoya, danzarina de las mareas; el Caleuche, barco espectral que surca la niebla eterna—. Cada historia era un conjuro, y en mí dejó una marca profunda, como si las voces del mito susurraran que algún día debía ir en su busca.
Aquellas melodías se alojaron en mí como semillas dormidas. Pensé entonces que conocer esa isla era imposible —demasiado lejos, demasiado caro, demasiado irreal—. Pero las semillas tienen paciencia: esperan años, décadas si es necesario, hasta que el momento sea propicio para florecer.
Veinte años después, mientras buscaba el rumbo de un nuevo proyecto fotográfico, las voces de Six Magics regresaron desde algún rincón olvidado de mi memoria. Y comprendí que el camino debía llevarme a ese lugar que alguna vez creí inalcanzable. Así nació este viaje: me propuse unir el sueño con la imagen, el mito con la mirada.
Pero al preparar la travesía comprendí que, más allá de las leyendas, nada sabía realmente de Chiloé. Tal vez por eso esta serie no pretende ser un mapa ni un registro documental, sino el testimonio de un descubrimiento: mi mirada sobre una isla donde la realidad se disfraza de fantasía y el pasado todavía respira en cada bruma.
Durante cinco días recorrí sus caminos —algunos en auto, otros a pie— siguiendo el rastro de aquello que no siempre se deja ver. Lo que encontré no fue solo un lugar, sino un territorio habitado por la memoria y el misterio. Estas imágenes son la huella de ese viaje: una invitación a adentrarse conmigo en el corazón mítico de Chiloé.
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