Desde niño supe que algo no estaba del todo bien con mi mamá. Era una intuición difusa, una sensación sin nombre que me acompañaba de manera persistente. Como era el único mundo que conocía, no lo cuestionaba: simplemente aprendí a convivir con esa extrañeza silenciosa.
Ya en la adolescencia, mi abuela puso palabras a lo que yo solo percibía: mi mamá tenía esquizofrenia. En ese momento no lo viví como una tragedia. La medicación parecía mantener cierto equilibrio; ella trabajaba, cocinaba, habitaba el día a día con una normalidad frágil. Pero la enfermedad seguía avanzando y, con ella, los efectos del tratamiento iban dejando marcas cada vez más visibles en su cuerpo.
Estas fotografías pertenecen a una etapa muy particular de nuestras vidas. Cuando mi mamá ya no pudo vivir sola, se mudó con mi abuela. A pesar de los años y del cansancio, hizo un esfuerzo enorme por sostenerla, por cuidar su salud y su rutina. Son imágenes de los últimos años en que convivieron juntas. Después vino la internación, y con ella un dolor tan grande que me dejó sin fuerzas para seguir fotografiando.
Este registro nace del intento de capturar el vínculo entre una madre y una hija, atravesado por la lucha desigual contra una enfermedad que no cede. A través de sombras y reflejos busqué traducir visualmente aquello que la esquizofrenia le provocaba a mi mamá: la fragmentación, el desdoblamiento, la distancia entre el cuerpo y la mente.
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