Mi bar favorito — Café Bar Roma (Balvanera)
En 2018 la vida se volvió un territorio áspero. Mi mamá estaba internada y cada visita era un pulso de incertidumbre, una despedida en cámara lenta. Salir de verla era como atravesar un umbral extraño: el mundo seguía ahí, pero yo ya no era el mismo. Caminaba sin rumbo, con una tristeza que pesaba en el cuerpo, buscando sentido en cada esquina.
En una de esas derivas encontré el Café Bar Roma. No lo elegí: fue el bar el que me llamó, como si siempre hubiera estado esperándome. Estaba casi vacío, salvo por una mesa de viejos amigos discutiendo con la pasión de quienes ya conocen las derrotas. Cuando crucé la puerta sentí que el tiempo se detenía. El lugar parecía intacto, como si se hubiera negado a cambiar, como si conservara un pacto silencioso con su propia historia.
Jesús, el dueño, me recibió con una calidez que reconocí al instante. Era asturiano, como mi abuelo, y en su forma de hablar y en sus gestos había algo de hogar. Pedía siempre lo mismo: un sándwich de jamón o salame —según su recomendación del día— y un vaso de vino. A veces llevaba un libro; otras, simplemente me quedaba mirando el polvo suspendido en el aire, escuchando el murmullo lejano de la radio o el roce de los cubiertos. Ese espacio antiguo, sin pretensiones, me ofrecía un respiro. Me devolvía, aunque fuera por un rato, a un lugar donde todo era más simple.
Jesús nunca tuvo problema en que sacara fotos. Al contrario: parecía orgulloso de que alguien quisiera mirar su bar con atención. Y aunque tal vez no lo supo, ese gesto tuvo un peso enorme para mí. El Café Bar Roma me acompañó durante los últimos meses de mi mamá, y por eso quedó grabado en mi memoria como algo más que un bar: fue refugio, pausa, anclaje.
Hoy lo recuerdo con gratitud, como se recuerda a un amigo fiel. Porque en su quietud, en su manera de resistir al paso del tiempo, encontré consuelo en un año que me había dejado sin palabras.
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